Zapatillas rojas, falda ajustada arriba de
las rodillas, blusa blanca escotada por el frente. Cabello, degrafilado, debajo de los hombros. Sus delgados labios pintados de carmín resaltan entre el nulo
maquillaje de su rostro. No le hace falta puesto que tiene una linda cara. Un
lunar coqueto descansa en su mejilla izquierda.
Estaba
parada, recargada en la pared exterior de una tienda de refacciones para bicicletas. No era nada
extraño que mujeres se apostaran al lado de estos negocios. Lo raro del asunto
era ver a una mujer leyendo un libro en ese lugar. Y si se añade el tamaño del
libro, resultaba todavía más curiosa aquella imagen. Pude ver el título de la
obra, el cual me resultó familiar: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Hacía algún tiempo que yo me
había regocijado con las aventuras de aquel caballero y su fiel escudero. Es uno de mis libros favoritos.
Yo me encontraba en aquella tienda con la
intención de comprar un par de cámaras para tenerlas de repuesto. La noche que
regresaba del Ajusco se ponchó la llanta delantera de mi bicicleta. No tuvó
caso intentar reparar el neumático. La cámara estaba totalmente estropeada. Necesité
utilizar la única que tenía de repuesto. Cuando salgo en bicicleta,
principalmente a lugares lejanos, me gusta llevar conmigo herramienta básica y
una cámara de repuesto para los casos en que los parches no bastan, como
sucedió aquella noche.
No sabía cómo acercarme a ella. Debo
confesar que sentía un poco de pena, pero las ganas que experimentaba de charlar con ella eran bastantes. Así que, tomé valor y fui hacia ella.
—Hola, ¿cómo te están pareciendo las
aventuras del señor Quijana? —pregunté
con el tono más amable que pude.
Ella apartó la mirada del libro para
verme. Sonrió fugazmente.
—Son muy divertidas, especialmente, Sancho me parece agradable a pesar de su simpleza —me respondió.
— ¿Cómo te llamas?
—Maritornes —me dijo en tono de broma. Nos
echamos a reír los dos.
De vez en cuando voy a esa zona de la
ciudad a comprar en las tiendas de ciclismo, y nunca había pensado platicar –ahí, a un costado de la avenida San Pablo– con una mujer cuyo
oficio es la prostitución. La curiosidad que sentí por aquella mujer lectora
me animó a invitarla a comer. Incluso estaba dispuesto a pagarle más que la
comida, si así ella me lo pedía. Maritornes aceptó la invitación.
—Pero, ¿solo quieres ir a comer, o estás
buscando otra cosa?
—Únicamente comer. Me gustaría platicar
contigo acerca de tus libros favoritos, del Quijote. Qué sé yo.
Fuimos a una fondita que está
cerca del mercado de La Merced. Nos presentamos formalmente; Maritornes mudó de
nombre: “Las compañeras, al igual que los clientes, me conocen como Julieta”. Platicamos
un buen rato acerca de nuestros gustos literarios. Me sentía satisfecho por
haberle hablado. Me resultaba enigmática.
En ese momento deseaba que esa ocasión fuera el inicio de una amistad.
Así conocí a Julieta, una mujer que le
gusta leer novelas para escapar de vez en cuando de su realidad.
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